20 octubre 2005

 
Fragmentos sobre el escondite y la creación

Alberto Santamaría


es más bonito trabajar bajo tierra si tienes paisaje
[de Resident Evil]
Mi descubrimiento es el agujero, y punto. No me importa morir después de este descubrimiento
Lucio Fontana

[1. el escondrijo poético]
El poeta gustaba de paseos. Entre la maleza, mientras el rítmico crujir de la hierba seca marcaba el compás de sus pisadas, adivinaba pequeñas figuras, restos de otros cuerpos, instintivos gestos de la naturaleza, y hallaba luego, también, su mano palpando la continuidad de las cosas, la falsa vibración de la vida en todo lo visible, su débil unidad como un filamento sobre nosotros. Así, en uno de estos largos paseos compuso, tal y como era costumbre en él, un poema que en realidad era algo así como un discurso arqueológico, un descubrimiento de sus límites, de su tensión entre sí mismo y el silencio de lo escondido, y lo que es peor, el desvelamiento del terrible sabor de lo que no retorna. La definitiva revelación del yo a uno mismo. El poema formará parte de The Prelude, y bajo la idea de lo que William Wordsworth definió “el escondrijo” escribirá: «Los escondrijos en mi poder / parecen abiertos; me acerco, y entonces se cierran; / ahora sólo veo destellos; cuando los años avancen, / quizá no vea casi nada, y querría dar, / mientras seamos capaces, en la medida en que dar pueden las palabras, / una sustancia y una vida a lo que siento: / guardando como reliquia el espíritu del pasado / para su restauración futura». Esa peligrosa, temida, continuidad entre lo abierto y lo cerrado es lo que define también hoy esta poética creadora, donde, con palabras casi epigramáticas (y un tanto salvajes) del propio autor, se trata, mientras seamos capaces, «de que entre lo de fuera y salga lo de dentro». Una poética basada en el suceso, en el acontecer, es decir, en el temor ante el hecho de-que-ya-nada-sea o la fascinación (casi heideggeriana) de que aquí y ahora haya algo (yo, por ejemplo) en lugar de nada. ¿Quién es el portador de esta poética? ¿Cómo habitar esos escondrijos que parecen abiertos pero ante los cuales quedamos suspendidos, en el límite? ¿Cuál es la frontera, entre dos mundos o tiempos, que habitamos? La respuesta inicial es quizá inesperada: creo que el tiempo es la obra misma, el escondite aquí y ahora. Así, el poder liberador del arte se verá asociado con las relaciones internas de la obra individual (“lo que tiene lugar dentro”) y con su potencial absoluto de implicar (querer absorber) al espectador, apartándolo por tanto de las contingencias de tiempo y lugar en un sentido sustancial de “presencia”.
*
Hallamos en esos versos de Wordsworth, compuestos o imaginados seguramente mientras caminaba, contemplando la tierra y sus escondites, una concepción de la actividad creativa que igualmente encontramos en gran parte de la actividad creadora actual. No en vano es el romanticismo el gran periodo de revisión de la identidad, el inicio de la metamorfosis, de una estética de la otredad. Un nuevo romanticismo hoy (con todo el peligro que ello conlleva) estará caracterizado por una renovada visión de la identidad, y por extensión del mundo, de la creación, de lo sublime. Escribía Wallace Stevens: «romántico hoy día es alguien que vive en una torre de marfil», pero esta torre tiene «singulares vistas a vertederos públicos y a los letreros luminosos de las Salsas Sinder, del Jabón Ivory y de los coches Chevrolet; es un ermitaño que vive solo, en compañía del sol y de las estrellas, pero que reclama que le sirvan el infecto periódico». En este sentido puede haber una apuesta por la actualización de la identidad creadora actual bajo la fórmula de la adivinación de lo no-visible, como revelación del yo a uno mismo; una concepción de la obra tal como nos muestra Paco Nadie donde es patente una tensión de continuidad-discontinuidad, es decir, una tensión de límites, fronteriza, donde importa tanto la mirada como su retorno, donde la frontera es la obra misma. Una estética de la limitación y del espacio. Y sin embargo la distancia y la suspensión de los sentidos sobre ese agujero/yo es necesaria. El escondite de la identidad, su profundidad silenciosa, exige una arquitectura y una arqueología capaz de captar y re-inventar esa parte del sujeto que queda fuera del límite, en el vacío. Podemos preguntarnos con Heidegger (Arte y espacio) ¿Qué devendría del vacío del espacio? «El vacío aparece a menudo tan sólo como una carencia. El vacío sería entonces como la carencia por colmar espacios huecos e intra-mundanos. Sin duda el vacío está relacionado justamente con las peculiaridades del sitio y por eso no es una carencia sino una creación. […]El vacío deja de ser nada. Tampoco es carencia. En la corporeización de la plástica se juega el vacío de un modo de conceder buscando y diseñando sitios».
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El tema, así, de la obra es verdaderamente el instante y la frontera entre esos dos mundos, el instante y el límite, el acontecer “de algo”. Hay unas palabras de Daniel Buren que a modo de poética pueden aplicarse a nuestro objetivo de identidad/frontera/creación. Escribe: «el emplazamiento adquiere una importancia considerable por su fijeza y su inevitabilidad, se convierte en el “marco” (y la seguridad que presupone) en el mismo momento en que nos habían hecho creer que lo que tiene lugar dentro destruye todos los marcos existentes al alcanzar la “libertad” pura. Un ojo agudo reconocerá lo que se entiende por libertad en arte, pero un ojo un poco menos educado verá mejor lo que hay cuando se ha adoptado la idea siguiente: que el emplazamiento en el que se ve una obra es su marco (su frontera)». En realidad, si nos detenemos ante “los escodrijos” observamos que el mensaje no-llega-a-hablar-de-nada, no emana de nadie, no hay identidad creadora. Se trata del silencio-ahí, sin origen aparente, sin creador aparente. En esto reside su poder. Hay una tersa carnalidad en esos agujeros (casi apocalíptica a lo Cronenberg) que dentro de su origen placentario carecen de identidad, o la exceden para ser sólo paisaje, caos, principio. Ciertamente otra forma de mostrar esa posibilidad del límite creativo, de la relación dentro-fuera, podríamos situarla en un nivel puramente corpóreo. Así escribe García Cortés: «Todo aquello que hace referencia a los límites del cuerpo, que atraviesa sus fronteras (cualesquiera de sus orificios), que signifique restos corporales (de piel, uñas, pelo...), que brote de él (esputos, sangre, leche, semen, excrementos...), tiene el calificativo de altamente peligroso, de impuro. Siendo la contaminación más peligrosa la que ‘se produce cuando algo que ha emergido del cuerpo vuelve a entrar en él». El mensaje, en un caso o en otro, es simplemente la presentación, pero de nada, o mejor, de la presencia, de un espacio indeterminado, abierto a través de la escultura. Tomando palabras de Lyotard: el mundo no deja de comenzar. Y en este caso, ante la obra, hay una evidente y obsesiva concepción de lo originario, de lo genesiaco. Con palabras de Heráclito, referidas ahora al arte: «a lo que surge desde sí mismo, le es propio el ocultarse». La creación no es el acto de alguien, es lo que sucede, esto-aquí, en medio de lo indeterminado. Aliándonos con san Agustín y Husserl podemos afirmar que lo que no llegamos a pensar es que algo sucede (la obra, el espacio/agujero, la escultura). O más bien y más simplemente, que sucede. No un gran acontecimiento, en el sentido de los medios. Ni siquiera uno pequeño. Sino una ocurrencia. No se trata de una cuestión de sentido ni de realidad referente a lo que sucede, a lo que eso quiere decir. Antes de preguntarse qué es, qué significa, qué sucede, antes del quid, es preciso, por así decirlo que suceda, quod. La palabra suceso es en realidad la clave, la frontera. Como en el caso de Lucio Fontana toda estética del límite tiende a combinar lo sublime con lo inesperado, abriendo nuevos espacios a un soporte dentro de la obra, a través de una inquietante abertura. Pero ¿hacia dónde?

[2.maneras de ser fronterizo: sólo una anécdota]
¡Tenéis que construir más pozos! gritaba Heinrich Lübke. Sacada de su irremediable contexto esta expresión es significativa de una forma de crear. Quizá sea útil tomar ahora, dando una mayor vuelta de tuerca, una vieja historia filosófica. Un astrónomo –dice la leyenda- se había impuesto como norma salir de casa cada noche para observar las estrellas. Una vez, cuando merodeaba por los alrededores de la ciudad, con toda la fuerza de su espíritu concentrada en el cielo, no se dio cuenta de que había un pozo y se cayó dentro de él. Entonces gritó de dolor y pidió socorro. Alguien pasaba por allí y le oyó, se acercó y vio lo que había sucedido, y le dijo: ¿así que eres uno de esos que quiere ver lo que hay en el cielo pero hace caso omiso de lo que hay en la tierra? El protagonista de esta historia es, posiblemente, el fundador de la filosofía Tales de Mileto. Una versión posterior, la de Platón, es como sigue: se cuenta de Tales que, mientras se ocupaba de la bóveda celeste, mirando hacia arriba, cayó en un pozo. Por lo que se río de él una sirvienta tracia, jocosa y bonita, diciéndole que mientras deseaba con toda pasión llegar a conocer las cosas del cielo le quedaba oculto aquello que estaba de hecho ante su nariz y ante sus pies. La caída es el origen, la tensión del límite creativo. La metáfora como una caída en el vacío. El sujeto queda así irremediablemente en una situación fronteriza entre el cielo y la tierra. El en-si-mismamiento es el preludio, la mirada hacia uno mismo. Crear es habitar ese pozo, esa zona de nadie: el límite donde algo-sucede.
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Pero la obra es también “la construcción de escondites” donde se conectan el deseo de huir y la necesidad de ser encontrado. El arte se halla en ese límite, en la frontera donde se encuentran en tensión el espectador y el artista, el sujeto y el mundo. Otra anécdota. El escondite es un juego clásico entre los niños. Todos hemos vivido esa sensación de no ser vistos, la necesidad de vivir en otra parte, en otro mundo. Cuando los niños juegan al escondite (como el artista) juegan, en realidad, con el miedo (y el deseo) de que nunca los encuentren. Cuando el juego se prolonga demasiado el niño que se esconde siempre ayuda, al que lo busca, a que lo encuentre. Es un síndrome clásico. Nadie debe desaparecer demasiado tiempo, nadie debe alejarse demasiado. Esa es la regla. Y el extraño momento en que nos encuentran es el final del juego, el límite de las cosas. Pero si el escondite, ese extraño escondrijo romántico, nos es útil ahora es porque se trata de un juego acosado por la posibilidad de escapar, o mejor, de mantenernos en suspenso entre dos mundos: el visible y el invisible, el dentro y el fuera. La trasgresión definitiva sería desaparecer aquí y ahora, encontrar un lugar en el que nadie nos vea.
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El límite, lo observamos en cada imagen, es línea y frontera que permite el acceso mutuo entre esos dos mundos, un dentro y un afuera. Y este estar entre (donde se sitúa la identidad antes de perderse), suspendido entre dos realidades (emociones/enigmas), tiene también su modo de expresión en el vértigo. Hay unas palabras de Eugenio Trías que dibujan, creo, a la perfección esa intención de identidad/creación. Escribe: «el vértigo tiene la prerrogativa de “contemplar” de forma emotiva esa doble dirección y su mutua dialéctica y liminar solapamiento en lo infinito. El vértigo se produce de modo espontáneo cuando se habita la línea que es límite del mundo. Es la respuesta natural a la posición que el sujeto adquiere una vez que habita el límite». Tal y como apuntase Wittgenstein los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Así, se observa en la poética/estética de Paco Nadie al sujeto que contempla a la vez aquello de lo cual parece despedirse –el hogar- y aquello a lo cual es atraído (el abismo). Quiere así, a la vez, mantenerse en pie dentro del mundo y poner pie en el sinmundo, acceder a ese otro mundo. El vértigo resulta de la doble inclinación hacia fuera (atracción del abismo) y hacia dentro (tendencia a la conservación). Hay algo en este lugar de lo que tenemos que huir, pero ese algo parece ser el espacio mismo. O mejor, como el claustrofóbico, nos sentimos perseguidos por ese mismo espacio. Es en este horizonte donde sucede la obra, donde se interroga, al fin, sobre sí misma.

[3. idea de retorno: unas gotas de teoría]
Pero ¿qué ocurre si uno retorna ileso de ese otro espacio, del escondite, del pozo, en definitiva? Una vez en casa, el sujeto exige una reconstrucción. El yo necesita las cartas sobre la mesa. Demos un paso más ante el escondite y su reconstrucción.
La construcción es una de las técnicas clave dentro de las herramientas psicoanalíticas, que pretende romper las fronteras meramente lineales, taxonomizadas y cronológicas de la biografía espiritual y personal; una biografía doblegada constantemente al reglamento histórico y a una represión variable. El modo que el terapeuta tiene de lograr que lo reprimido y olvidado brote y se haga patente es, precisamente, mediante ese mecanismo de construcción. El analista (y el creador, a la postre) trata de volver a escribir desde un nuevo presente, que es precisamente el presente de su ruptura, eso que permanece arrinconado, olvidado, escondido. Este movimiento de construcción señala un nuevo sentido temporal, ya que no se trata de una construcción interpretativa lineal, sino una “significación retroactiva” donde se establece una revisión del lenguaje precedente, de lo habitado más allá del límite. Toda construcción es una revisión de lo dado, situándose así el analista/artista entre dos espacios, in media res. Se trata de una apropiación en el presente de “eso” olvidado. Toda la fuerza de lo dado, apuntaba Freud, del pasado, todos esos objetos e ideas reprimidos están constantemente en el presente, sin cesar de actuar. El tiempo del inconsciente —y esto es lo que tiene en cuenta el psicoanalista— no se estructura en función de ningún tiempo acumulativo o progresivo.
El momento de la reescritura o de construcción es un momento clave dentro de la actividad psicoanalítica. No se pretende establecer una interpretación de lo ocurrido, esta es la idea clave en Freud, ya que esta misma provoca el olvido, y una lectura interpretativa está llena de presupuestos. La reescritura o construcción pretende ser una representación novedosa de la realidad que evidencia un nuevo sistema, y esta es una evidente función de límites. Esta nueva racionalidad es capaz de recoger lo que había quedado más allá de los límites de la interpretación, y recomponerlo según los espacios presentes. Freud indica una analogía interesante a la hora de abordar la construcción tal como apuntarán Lyotard y Bloom. Del mismo modo —dice Freud— que el arqueólogo el psicoanalista (en este caso el creador) recoge los datos del principio. Sin embargo, el arqueólogo pretende encajar esos datos en un esquema histórico, trata de hallar su lugar, el artista simplemente quiere observar que algo ocurre, que-hay-algo-que-sucede tal y como apuntamos. La analogía freudiana es como sigue:

Su trabajo [el del analista] de construcción o, si se prefiere, de reconstrucción, se parece mucho a una excavación arqueológica de una casa o de un antiguo edificio que han sido destruidos y enterrados. Los dos procesos son en realidad idénticos, excepto que el psicoanalista trabaja en mejores condiciones y dispone de más material en cuanto que no trata con algo destruido, sino con algo que todavía se halla vivo, y tal vez también por otra razón. Pero así como el arqueólogo construye las paredes del edificio a partir de los cimientos que han permanecido, determina el número y la situación de las columnas a partir de las depresiones en el suelo y reconstruye las decoraciones y pinturas murales partiendo de los restos encontrados en las ruinas, lo mismo hace el psicoanalista [nosotros pensamos en el artista] cuando deduce sus conclusiones de los fragmentos de recuerdos, de las asociaciones y de la conducta del sujeto. Los dos tienen un derecho innegable a reconstruir, con métodos de suplementación y combinación, los restos que sobreviven. […] [H]a de tenerse en cuenta que el excavador trata con objetos destruidos de los que se han perdido grandes e importantes fragmentos, por violencias mecánicas, por el fuego y por el pillaje. Ningún esfuerzo los descubrirá ni los podrá unir con los restos que sobreviven. El único camino que queda es la reconstrucción, que por esta cuestión sólo puede alcanzar un cierto grado de probabilidad. Pero ocurre algo diferente con el objeto psíquico cuya temprana historia intenta recuperar el psicoanalista. […] Todo lo esencial está conservado; incluso las cosas que parecen completamente olvidadas están presentes de alguna manera y en alguna parte y han quedado meramente enterradas y hechas inaccesibles al sujeto.

Esta es la historia de la analogía que habrá de tener muchas y diversas caras a la hora de transportarse al terreno más amplio de la filosofía y la creación. Esta forma de la reescritura, de la significación retroactiva, será utilizada por Lyotard en el terreno de los espacios (estéticos) de la modernidad, y en concreto en el tema de la representación, y en Bloom, en relación con la revisión de las influencias en el marco de la poesía anglosajona y los diversos mecanismos de represión.
Para apoyar con más fuerza la idea del excavación/retorno/construcción como mecanismo teórico y artístico es sin duda interesante recurrir al trabajo de Hal Foster El retorno de lo real, cuyo inicio, precisamente, está dedicado al estudio del concepto —parcialmente freudiano— de retorno. Aunque su objetivo sea distinto del que este trabajo propone, y su interés se centre en el problema “histórico” de la recepción de las vanguardias en el arte contemporáneo, la raíz teórica es similar. Es posible transportar sus ideas al marco conceptual aquí propuesto, engarzando en ciertos aspectos con los autores señalados. Su estudio se enmarca en la reflexión sobre las formas de presencia (y ausencia) de la vanguardia en los diferentes neos y pos, estableciendo un enconado trabajo de discusión con la obra de Peter Burger sobre el “fracaso” de las vanguardias. Sin embargo, esta parte, a pesar de su profundo interés, quedará ahora a un lado. ¿Qué entiende Foster por retorno o reescritura? Al igual que autores como Harold Bloom y Jean François Lyotard acude a la formulación freudiana de la construcción y de la significación retroactiva o acción diferida. Dice Foster, en unas palabras que recuerdan fuertemente a Freud, y que sin duda es posible vincular con los modos de reaparición de lo sublime: «centrar la atención en “la omisión constructiva” crucial en cada discurso. Y los motivos son también similares: no únicamente restaurar la integridad radical del discurso, sino desafiar su status en el presente, las ideas recibidas que deforman su estructura y restringen su eficacia. Esto no es afirmar la verdad última de tales lecturas. Por el contrario, es clarificar su estrategia contingente, que es la de reconectar con una práctica perdida a fin de desconectar de un modo actual que se siente pasado de moda, extraviado cuando no opresivo». Una vez situados en el límite, parece decirnos el artista en su diálogo arqueológico, se trata de re-conectar la identidad con el mundo.

[4.el placer negativo: algo de sublime]
Ante el agujero, ante ese límite, se produce finalmente una reinvención de lo sublime. No un sublime trascendental, decimonónico, sino en su forma actual, secularizada, sin nostalgias de totalidad. Releyendo a Heidegger podemos decir: que ahora y aquí haya este “agujero” y no más bien nada, eso es lo sublime. Esta podría ser otra idea dando un paso puramente estético. Si lo sublime suponía un inicial terror ante las profundidades de la naturaleza, ante sus abismos dado el sentido de un nuevo sujeto desangelado ante el mundo y Dios; hoy ese sujeto, como muestra la obra de Paco Nadie, ha individualizado esa experiencia, ese abismo se abre ante sí mismo. Se trata de una experiencia de lo sublime que aparece acompañada de la certidumbre de su incomunicabilidad. Razón e imaginación entran en conflicto ante la imposibilidad de decir. Lo sublime se torna experiencia intra-subjetiva, desde y hacía sí mismo. Lo sublime es aquí y es ahora. Así lo vemos en este ejercicio. Uno queda suspendido ante su propio enigma, en una especie de actualizado terror delicioso. Mediado ya el siglo XVIII, un autor fundacional como es Burke, escribía:

La pasión causada por lo grande y lo sublime en la naturaleza, cuando aquellas causas operan más poderosamente, es el asombro (Astonishment); y el asombro es aquel estado del alma en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado de horror. En este caso la mente está llena de su objeto, que no puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que le absorbe.

Se trata de trasladar motivos. La realidad no es sólo experiencia. El excedente y sobresaturación del sujeto le llevan ante su propio abismo. La mente está llena, la identidad está llena. Sólo queda una opción: excavar. Excavar mientras la mirada (única virtualidad posible hoy del alma) queda suspendida. Creo que si tomamos otro ejemplo, también moderno, podremos dar un paso más y actualizar, en efecto, esta idea del escondrijo/abismo del sujeto y esa nueva necesidad de cavar, de hallar el límite (y tal vez de esconderse). Escribe Kant que lo sublime puede hallarse en un objeto sin forma y añade:

[lo sublime] es un placer que nace sólo indirectamente del modo siguiente: produciéndose por medio del sentimiento una suspensión momentánea de las facultades vitales, seguida inmediatamente por un desbordamiento tanto más fuerte de las mismas; y así, como emoción, parece ser, no un juego, sino seriedad en la ocupación de la imaginación. De aquí que no pueda unirse con encanto; y siendo el espíritu, no sólo atraído por el objeto, sino sucesivamente también rechazado por él, la satisfacción en lo sublime merece llamarse […] placer negativo.

Cavar, cavando, como escribe Seamus Heaney en un bello poema, es como se inicia el proceso de la identidad. Manchándose las manos. Ante los agujeros, la mirada externa nos aflige, nos atrae, un placer negativo (creo que es la expresión idónea) nos lanza a saber qué ocultan realmente, cuál es su misterio. Como dice el poeta, uno cava con la esperanza de crear un pozo de ventilación que comunique con la verdadera vida. Y ese es el objetivo, creo, de la incierta identidad de la obra de Paco Nadie. Ante el espacio de tránsito de la obra se experimenta la posibilidad de que muy pronto ya nada suceda (la sensación de tiempo es también clave en todo trabajo creativo). Y un lento paseo a lo Wordsworth por la sala nos lo muestra. Este sublime del que hablamos supone «que del seno de esta inminencia de la nada, sin embargo, suceda, tenga lugar algo que anuncie que no todo está terminado. Un simple aquí está, la ocurrencia más mínima, es este lugar», es también este escondite. Lo interesante de una obra no reside, pues, simplemente en el “agrado estético”, sino en hacerse notar: dirigir la atención tanto a su propia “neutralidad”, su falta de interés formal, de atractivo estético o de contenido emocional, como a la diferenciación de su “contenedor” o emplazamiento circundante. Preguntémonos, a sabiendas de que no hay respuesta (ahí reside quizá el interés de la obra), tomando palabras de Piglia ¿será lo más importante de la obra lo que esconde y no lo que aparece? O recogiendo el enigma de un epigrama: «¡Míralo, pero no puedes verlo! / Su nombre es Sin-Forma. / ¡Escúchalo, pero no puedes oírlo! / Su nombre es Inaudible. / ¡Agárralo, pero no puedes atraparlo! / Su nombre es Incorpóreo. / Estas tres atributos son insondables; por ello, se funden en uno. / Su parte superior no es luminosa: su parte inferior no es oscura. / Continuamente fluye lo Innombrable, hasta que retorna al más allá del reino de las cosas. / La llamamos la Forma sin forma, la Imagen sin imágenes. /Lo llamamos lo indefinible y lo inimaginable. / ¡Dale la cara y no verás su rostro! / ¡Síguelo y no verás su espalda!…» (Epigrama XIV. Tao Te King. Lao Tse)

*
Así, en definitiva, la poética que proponemos es una evidente investigación sobre la propia identidad, su disolución, sus límites. En este sentido hay un poema del poeta Lorenzo Oliván, titulado Blanco Perfecto que creo define y sintetiza, de un modo elemental, el sentido mismo de la creación. A través del “escondrijo” alcanzamos a ver, tal vez, una nueva conciencia del suceso creativo. Leamos esto, pues, como el primer paso antes de caer dentro de la obra:

Tiró una piedra a un pozo
y aquella tan cerrada oscuridad
el ruido extraño aquel que hizo al caer
el expectante tiempo que tardó
y esa visión tenaz
de una profunda torre
sin raíces

le hicieron intuir por un instante
que de alguna manera aquella piedra
sólo había caído
en la escondida hondura
de su mente asomada así a sí misma.


Alberto Santamaría
Santander, 1 de septiembre de 2005





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